No puedo esperar a que pasen 50 años para tener un robot. Uno de esos con aspecto humano pero intestinos de metal. Que te esperan en la puerta de casa con las zapatillas preparadas y que dejan el suelo como los chorros del oro (no como el centenario Mr. Proper). O mejor un holograma en tres dimensiones que salga de la pared con forma de tiburón y deje a posibles ladrones con la misma cara de susto que Michael J. Fox. Pero tenga la forma que tenga, mi robot tendrá todos sus papeles en regla, no voy a meter en casa a un ilegal. Tendrá su contrato, pagará a Hacienda como cualquier mortal (por ese entonces esta expresión se habrá quedado en desuso) y acudirá a las urnas a cumplir su derecho democrático.
Además, ni siquiera tendré que esforzarme en hablar para comunicarme con él, porque mi robot me leerá la mente y sabrá lo que hacer en cada momento. Si estoy cansada, ambientará el salón con imágenes, sonidos y olores de algún lugar idílico; si estoy despierta y con ganas de saber lo que ha pasado en el mundo, me encenderá el periódico en 3D y podré ver las imágenes del día como si ocurrieran ante mis propias narices, y si me aburro, podremos jugar una partida a uno de esos juegos virtuales de moda con seres irreales de tamaño real.
Cincuenta años dicen que tendrán que pasar para que mi robot me solucione la vida, mientras tanto la sociedad se informatiza (y yo con ella) a un ritmo vertiginoso. Hasta que un día, lo virtual y lo real se vuelvan indisolubles y ya no importará distinguir entre realidad virtual porque todo será tan real como irreal.
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